Una vecina tiene que irse fuera de la ciudad unos días. Me pide que vaya cada noche a la casa de una señora que se quedó ciega a los 60 años por culpa de la diabetes. A la pobre se le murió el marido el año pasado. La ciega no tiene dinero: trabajó limpiando casas toda su vida. Ahora vive sola, en una casa muy, muy modesta.
—¿Pero no tiene a nadie quién le cuide? —pregunto irritado.
Porque no me apetece ir. Cada vez vivo más encerrado en mi torre de cristal: salgo de casa lo menos posible. Paso el día escribiendo o pensando qué escribir. Paso de gimnasios o de fiestas. Odio ir al supermercado. Yo sólo escribo. Si me dicen que tengo que estar a tal hora en tal sitio o que alguien viene a verme a tal hora, me pongo nervioso, me desestabilizo, no hago nada más que mirar el reloj todo el rato, pensando que a tal hora tengo que estar en tal sitio o que vienen a verme: ese día no puedo escribir nada. Así de mal estoy.
La vecina me contesta:
—Tiene una sobrina que le dice que, si quiere, ella viene a atenderla todos los días. Pero con la condición de que le firme unos papeles donde le regale la casa. La ciega le dice a su sobrina que la va a heredar, que no tiene hijos, que se la dará cuando muera. Pero la sobrina no se fía. Y ella tampoco se fía de su sobrina por si luego la echa de casa y tienen que vivir en la calle. Así que vive sola y no tiene nadie quién la cuide.
Digo que sí: me comprometo a ir cada noche a casa de la ciega.
—A las 21 horas.
—A esa hora suelo terminar de dar el último paseo a mi perra. Iré a la casa de esa señora a la vuelta.
Tras el paseo con Anais llegó a casa de la ciega a las 21 horas. Mi perra, contra todo pronóstico, se queda tranquila: no salta sobre la vieja para saludarla. Parece que advierte que tiene que portarse bien porque la habitante de la casa es ciega y vieja. Mi misión es sacar de un bolsito un aparato para medirle la sangre. Conectar al aparato una lengüeta. La ciega se pincha el dedo con una aguja y se lo aprieto hasta que le sale una gota de sangre. A la vieja le gusta que le toque, lo noto. Entonces, sin que la lengüeta toque demasiado el dedo, se empapa de sangre, hace contacto y le indica un número: 168. Como ella no puede verlo, se lo digo. Entonces me dice que saque otro aparatito, uno que tiene una rueda y lo coloque en el número 30. Esa es la dosis que le toca inyectarse. De ese aparatito saca una jeringa que ella misma se clava en el brazo.
—Cuando no tengo a nadie que me indique el número, me inyecto una dosis cualquiera —me dice.
—¿A qué hora quieres que venga mañana?
—Mañana voy a ir a un sitio a tomar un café con una amiga. ¿Podrías venir a las diez menos cuarto de la noche?
—Vale.
Antes de irme le pregunto dónde le guardo las cosas: me pide que el mando a distancia se lo deje debajo del cojín que está al lado del teléfono; el estuche con los aparatos de la diabetes debajo del cojín del sillón. Todo ha de estar debajo de un cojín para que a ella le sea fácil localizarlo.
Luego le pregunto que si necesita alguna cosa. Temo que me diga: “báñame y límpiame el culo” o “déjame mamar una polla por última vez”. ¿Cómo podría decirle que no? Gracias a Dios no me dice nada de eso. Sólo que le caliente un tupper que hay en la nevera. Lo hago, se lo sirvo en un plato y me voy con Anais. Creo que los ancianos desperdician toneladas de sexo gratis con gente de buen corazón.
Mientras regreso a casa voy pensando en la vejez: tengo miedo de quedarme ciego, diabético y solo. Decido que voy a comer todo lo saludable que pueda y a empezar a hacer ejercicio. Svieta tiene tres años menos que yo. Posiblemente yo muera primero. Ella se quedará sola. Tengo que convertirme en un gran escritor para dejarle la vida resuelta a mi esposa cuando sea vieja. Me imagino a Svieta sola e inválida y me salen unas cuantas lágrimas. Me las seco. Tengo que escribir más y mejor. Luego me pongo a pensar en el Estado. ¿A dónde se van los impuestos que pagamos? Flipo con que el Estado no ponga a un profesional para que cuide de esta vieja ciega y enferma de diabetes. Como no tiene quién la cuide tiene que ir un desconocido que escribe pornografía y que está medio loco a su casa. Me imagino a su sobrina, quejándose de la crisis y escribiendo por el Facebook contra el PP y los bancos. Nadie sabrá, salvo esta señora ciega, que su sobrina es tan cabrona como los bancos que quieren quedarse con la casa de los necesitados y tan sádica como los que recortan y quieren hacer la Sanidad de pago. Quizá tenemos un gobierno que no es más que el reflejo de nosotros mismos.